sábado, 10 de agosto de 2019

Dientes, dientes y unos ojos.

Me entra mucha nostalgia cuando paso por una calle, en realidad las calles son cambiantes y cada mal estar o mala borrachera hace que las sienta de una forma. Esta vez y esta calle fueron nostalgia. Yo simulaba la marginalidad de un animal desubicado y me fijé en el suelo. Existía un agujero, un agujero en la calzada. Cuando era más joven jugaba con ese agujero, borracho y desenfadado, no sé por qué me hacía gracia, quizá el peligro de atropello y la poca importancia hacía la muerte que le dan los adolescentes. En este momento me estaba destruyendo y no era divertido. Ese agujero era una peca en el firmamento y solo yo me estaba dando cuenta. 

Seguí caminando y me encontré a un psicoanalista, también borracho y solo. Empezamos a hablar del franquismo y del exilio estético de Fernando Arrabal, de cómo ante el robo de la identidad en una clase social se puede y debe alzar en revolución.

También hablamos, un momento que me arrepiento, de que su oficio era una tontería, que cualquier buen conversador al que no le debas una confianza puede hacer lo mismo que él. Como un camarero. 
Este psicoanalista se puso triste, pero yo le increpé aún más. Le dije que la antropología y la biología eran el origen de su existencia intelectual y que él y su gremio era una farsa. Me dijo que no quería hablar más conmigo porque iba demasiado ebrio. Yo seguí mi camino.

En un momento dado miré mi móvil, pensé en escribir a cualquier persona, en mi estado era una buena idea. Al final escribí a alguien que ya me había escrito. Una mujer con los dientes muy afilados.
Me contestó que mis pensamientos eran ridículos y que me fuese ya a dormir, por lo que me fui a por otra cerveza.
Cuando la conseguí, a base de regateos a un magrebí, me senté en un muro. Las vistas eran un descampado caliente. Tenía la sensación densa, aunque el viento despeinaba mi cabeza. La cerveza me estaba refrescando y no paraba de fumar. Entonces, la mujer de dientes afilados me contestó un poco arrepentida, ya era tarde, seguiría fumando hasta que me acabase esa lata y me fuese a dormir. 

Hoy no era nuestro día, aun así, le confesé que estaba mirando a unos pajaritos y que, si pudiese, que no podía, cazaría uno para verlo de cerca. Sin poder volar, agarrado por mi mano como el cuerpo de Bukowski encarcela al pájaro azul.
Era un pensamiento bastante cruel y lo deseché. En parte quería desagradar a la tipa de dientes largos.

Ya en mi cama, mis pulmones pudieron respirar. Recordé unos ojos azules, no eran los más cercanos si no los más alejados. También recordé ese agujero en el infinito, quizá echaba de menos su coño.

Volví a sentir nostalgia, volví a estar destruido.




Para mi colega Pablo F. el alemán.

No hay comentarios: